No es para complicarle la vida a los padres.
La primera razón es que las verduras aportan pocas calorías, mientras que el azúcar es característico de los alimentos con más calorías.
Esto es algo que detecta con gran eficacia el paladar del niño, que prefiere decantarse por alimentos más energéticos que lo ayudarán a crecer y desarrollarse de forma más eficiente.
La segunda razón es que el rechazo de los sabores amargos los protege de la ingestión accidental de venenos, dado que muchos compuestos amargos (aunque no todos) son tóxicos. Este es un punto evolutivo bien gastado ya que los niños se llevan a la boca casi cualquier cosa que se encuentre a su alcance.
Y así ocurre: los bebés nacen con la capacidad innata no solo de rechazar los sabores amargos, sino también de detectar y preferir el sabor dulce.
La tendencia disminuye con los años pero puede durar, en mayor o menor medida, hasta la adolescencia. O hasta la adultez. O hasta la vejez.
¿Quién sigue alimentando a su niño interior?